Transplante de cerebro

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Desde la novela de Frankenstein y su monstruo, y quizás desde antes, el tema se trató siempre con tono oscuro y maligno. Poner el cerebro de una persona en el cuerpo de otra tiene algo que rechaza y horroriza.

Desde 1960 en adelante un doctor norteamericano hizo experimentos más o menos exitosos con monos rhesus a los que intercambió cabezas o agregó la cabeza de otro mono. Aunque el doctor en cuestión era —y es— un profesional serio y vivió una carrera de décadas salvando cantidad de vidas por medio de la neurocirugía, todavía lleva esa carga: se recuerdan sus experimentos por la faceta monstruosa. Las historias sobre estos episodios son escalofriantes, más por el hecho de que fueron reales.
El doctor era Robert J. White y el lugar donde se hicieron las operaciones el Metrohealth Medical Centre de Cleveland, EE.UU. En marzo de 1970, luego de realizar varias pruebas preliminares, White llevó a cabo el primer transplante de cerebro exitoso sobre un primate, al unir la cabeza de un mono al hombro de otro. Cuando la nueva cabeza despertó, estaba totalmente consciente y con sus funciones nerviosas craneales completas. Podía ver, oír, oler y, seguramente, sentir dolor. Siguió con sus ojos a las personas que se movían por alrededor y, cuando lo tuvo a tiro, intentó morder el dedo de un ayudante. Allí todos aplaudieron.

Pero la cabeza estaba aislada del cuerpo, unida sólo con unos ganchos y suturas externas, y no podía controlar sus funciones motoras, que si bien no están dedicadas al elevado intelecto son primordiales para la vida: las técnicas de esa época no permitían conectar —no se ha logrado aún— la médula espinal con el cerebro. Como es lógico, el experimento duró poco. Uno o dos días.

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