La noche del 18 de abril de 1955 el patólogo Thomas Harvey empuñó su escalpelo y realizó una incisión en forma de Y sobre el cadáver de Albert Einstein. Con el cuerpo aún caliente encima de la mesa, el doctor extrajo el hígado y los intestinos y halló casi tres litros de sangre en la cavidad peritoneal. A continuación abrió el cráneo con una sierra circular, extrajo el cerebro y se lo llevó a su casa.
Durante los siguientes cuarenta años, el destino del cerebro de Einstein se convertiría en una especie de leyenda. La historia del patólogo que había robado el cerebro del genio aparecía de vez en cuando en algún periódico local, sin que nadie conociera a ciencia cierta su paradero.
En 1996 el periodista Michael Paterniti retomó la historia de Harvey y lo encontró trabajando en una fábrica de plásticos de Kansas. El patólogo vivía en un pequeño apartamento y dormía en una cama plegable. Conservaba el cerebro de Einstein en un tarro de cristal de su cocina y lo había convertido en su obsesión.
Sin pensárselo dos veces, Paterniti se ofreció a llevar a Harvey hasta California, respondiendo al deseo del anciano de visitar a Evelyn Einstein, y zanjar el asunto devolviéndole el cerebro a la nieta del genio. Y así fue como el periodista y el patólogo se vieron envueltos en una de las peripecias más surrealistas de la historia: un viaje de costa a costa con el cerebro de Einstein en el interior del maletero.
“Cada vez que paramos en un autoservicio - explica Paterniti en su libro “Viajando con Mr Albert”– siento deseos de gritar: ¡En el maletero tenemos el cerebro de Einstein!” “La idea de que lo tengo ahí detrás, - escribe –, me resulta tan inconcebible y turbadora que no estoy lo que se dice en mi mejor forma para circular por carretera”.
La novela de Paterniti describe un viaje alucinante a través de Estados Unidos con el cerebro flotando en un tupperware en la parte posterior de un viejo Buick Skylark. Por si le faltaban ingredientes, en el camino visitan a William S. Burroughs, cruzan el Medio Oeste y se pasan por Las Vegas. Durante todo el trayecto se mantiene una constante, la atracción enfermiza que ejerce el cerebro sobre aquellos que le rodean:
“Una confesión: - escribe el periodista – quiero que Harvey se duerma… Quiero tocar el cerebro de Einstein. Sí, debo admitirlo. Quiero sostenerlo entre mis manos, acariciarlo, sopesarlo en la palma de la mano, tocar alguno de los quince mil millones de neuronas ahora dormidas. ¿Será su textura como el tofu, el coral del erizo de mar, la mortadela?”
Como se cuenta en la novela, el magnetismo que ejerció el cerebro sobre su poseedor terminó por destrozarle la vida. Durante los años que siguieron a la noche del robo, Harvey perdería el trabajo y arruinaría su carrera como médico, postergando una y otra vez la prometida investigación que aclararía los misterios de la mente del genio.
“Para Harvey el cerebro era como un objeto sagrado – explicaba Paterniti en una entrevista – Vivió con el cerebro de Einstein durante alrededor de cuatro décadas como su salvador y custodio, como el gran guardián del cerebro”.
Sin embargo, Harvey quiso compartir su hallazgo y buscó ayuda entre otros expertos. Cortó el cerebro en 240 trozos y los repartió entre unos pocos científicos de todo el mundo con el objeto de que los analizaran. En un último arranque de lucidez, y tal vez de sacrificio personal, Harvey terminó por devolver el cerebro al hospital de Princeton, convencido de que alguien debía ponerlo a buen recaudo (Después de todo la nieta de Einstein nunca llegó a quedarse el cerebro).
Graxias: Fogonazos
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