En 1958, un hombre llamado Robert Lane, quien vivía en un complejo de viviendas de Harlem, en Nueva York, tuvo la idea de bautizar al último de sus varios hijos con un nombre que debía traerle suerte: Winner Lane. Acaso esperaba que aquella palabra (Ganador) fuera tan contundente que lo hiciera escapar a las modestas condiciones de vida que llevaban hasta entonces. La historia se complicó tres años después, cuando los Lane tuvieron otro hijo. "Por razones que hasta hoy nadie ha sido capaz de precisar, Robert decidió llamarlo Loser (Perdedor) ", cuenta el ingenioso economista Steven D. Levitt en el libro Freakonomics (Ediciones B, 2006), que incluye un capítulo sobre la influencia de los nombres en el futuro de las personas. Al parecer, Robert Lane se dejó llevar por un efectismo divertido sin pensar en las consecuencias, porque, de funcionar la lógica en este caso y si Winner tenía el futuro asegurado, ¿qué podía esperarle a Loser?
Pues el destino cambió las cosas: Loser Lane ganó una beca y estudió en un instituto privado, luego se licenció en la Universidad Lafayette de Pennsylvania y más tarde ingresó a la Policía de Nueva York donde alcanzó el cargo de sargento, es decir, el mandamás de una estación. Loser, quien sigue viviendo en NY, nunca disimuló su nombre. Más bien son sus amigos quienes siempre han tenido reparos en utilizarlo. A veces lo afrancesan para que suene "Losier" o simplemente le dicen "Lou". Su hermano, Winner, fue por la vía contraria y hasta el momento en que se publicó esta historia tenía un prontuario de 30 arrestos por robo, violencia doméstica y otras perlas. "Loser y Winner apenas se hablan. El padre que les dio nombre hace tiempo falleció. Claramente tuvo la idea correcta -que un nombre marca el destino-, pero debió equivocarse con los niños.
Graxias: El club de lo Insólito
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